Participación y acceso

Es evidente que un primer paso para participar es «estar ahí» donde la mayoría está. Si hablamos de la escuela, la primera tarea a promover – o la primera sobre la que debemos preguntarnos por nuestras concepciones y prácticas – es: ¿Quiénes tienen posibilidades de entrar y escolarizarse en nuestra escuela? ¿Los estudiantes de cualquier clase social o condición personal pueden llegar y matricularse en ella? ¿Hay limitaciones vinculadas a un ideario religioso o social que pueden impedir a algunos alumnos matricularse en el centro? ¿Los costes económicos asociados a la escolarización – uniformes, libros, cuotas «voluntarias» u otros-, pueden ser un obstáculo para algunos? Nuestra intención a este respecto no es dar respuestas universales e inequívocas a todas estas preguntas, que en todo caso están condicionadas por el contexto social y las políticas de cada localidad o nación, sino hacer ver que, en ocasiones, podemos estar hablando de inclusión educativa al mismo tiempo que, de entrada, pueden existir en nuestras escuelas  o institutos, prácticas que impiden a determinados alumnos  estar allí donde a sus familias les gustaría que estuvieran si no se diesen algunas condiciones por las que, sin embargo, son excluidos. Pensar y reflexionar sobre las razones que nos mueven a actuar de una u otra manera (y a esto responde las preguntas que se incluyen en cada apartado del cuadro anterior es, como venimos insistiendo en este curso, el primer paso para ir resolviendo el dilema de las diferencias en la educación escolar, a través de sus implicaciones en las distintas facetas que conlleva el hecho de participar.

En otras ocasiones, se puede estar en la misma escuela que el resto de compañeros pero tener restringido el acceso a determinados espacios, recursos o posibilidades por diferentes razones. También hace referencia al hecho de estar, en mayor o menor grado, «confinado» a determinadas aulas, espacios o servicios «especiales». ¿Qué concepciones o valores compartidos nos mueven a tener estos planteamientos? ¿Hemos tenido la oportunidad de contrastar nuestras razones al respecto con las consecuencias objetivas y las vivencias que estos planteamientos tienen y generan en  aquellos a los que supuestamente sirven? Hay un viejo refrán que dice así: «el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones». No pocas veces, con la buena intención o la creencia ingenua de que determinadas prácticas escolares son buenas para los alumnos a los que se dirigen – por ejemplo, clases por grupos de rendimiento escolar en determinadas áreas o materias del plan de estudios -éstas contribuyen, sin embargo, a resultados personales, sociales o académicos contrarios a los que esperábamos y deseamos, a la desvalorización de los alumnos implicados y, con ello, a su marginación en mayor o menor grado. Para paliar esta situación el único  «antídoto» disponible es contrastar lo que hacemos con sus consecuencias pero, dando voz y oportunidad de ser escuchados a aquellos a los que decimos servir.

Evidentemente los pasos anteriores en el ámbito de la participación son, en buena medida, previos para llegar a poder participar plenamente en el currículum escolar. Lejos de los tecnicismos de las definiciones académicas de curriculum, alguien lo ha definido como todo lo que ocurre en la vida de un centro desde que empieza la jornada hasta que termina, hecho con la finalidad explícita (u oculta) de contribuir a la formación integral de los estudiantes. La plena participación en el currículum escolar se puede conseguir cuando esté se plantea de forma que las distintas experiencias, actividades y momentos escolares tienen sentido y son accesibles para todo el alumnado, lo que no significa que todas ellas sean idénticas para todos ellos. Ya hemos tratado en otro momento el tema de cómo intentar hacer que estas experiencias de aprendizaje sean universalmente accesibles y, en este sentido, debemos retomar los trabajos como los que el grupo CAST realiza o los que impulsa, con idéntica finalidad el profesor Ruiz.