Siempre que emprendemos una acción, lo hacemos con determinadas intenciones, metas o finalidades; es decir, pretendemos llegar a unos objetivos más o menos amplios, a corto, medio o largo plazo. Es algo consustancial al ser humano. Eso también ocurre -o debe ocurrir- cuando nos planteamos la evaluación dentro del sistema educativo y, más en concreto, cuando se refiere a los procesos de aprendizaje del alumnado, pues de su correcta aplicación depende, en buena parte, que este adquiera las competencias que le resultarán imprescindibles para incorporarse a una sociedad muy exigente, en igualdad de oportunidades que el resto de sus conciudadanos.
Pero hay que ser consciente de que la consecución de los objetivos marcados condicionará todo el proceso anterior; por eso es fundamental marcar unos objetivos evaluadores coherentes con los que queremos alcanzar mediante todo el proceso de aprendizaje, que a su vez responderán a las metas previstas en el sistema educativo; de lo contrario, ganarán los objetivos de la evaluación sobre los de todo el diseño curricular, porque, como es bien sabido, lo que se evalúa es lo que se valora y si no se evalúa desaparece del sistema. Puede figurar como objetivo del sistema la adquisición de determinadas competencias, pero si no se evalúan nunca sabremos si se han alcanzado o no y, sobre todo, no se estarán trabajando en las aulas con la importancia que merecen, como ejemplo de lo que estamos afirmando.
Por lo tanto, superando el concepto de evaluación tradicional cuyo objetivo principal era la comprobación de resultados al finalizar un proceso concreto, estableceremos como objetivos de la evaluación:
Si se tienen en cuenta estos objetivos como propios de la evaluación, esta colaborará decisivamente en la consecución de los objetivos y competencias establecidos en el sistema que, evidentemente, resultan necesarios para la vida -presente y futura- del alumnado.