A principios de los 70, alumnos y profesores de la Cátedra de Literatura Iberoamericana de la Universidad de Buenos Aires fundan un grupo para escribir y reflexionar sobre la práctica de la escritura. Empieza a trabajar en la universidad, pero enseguida trasladan las reuniones a sus domicilios. Hasta que la dictadura militar obliga al grupo a desintegrarse y algunos de ellos se exilian.
Su objetivo, su línea de reflexión, se dirigió sobre todo a la invención y a la exploración lúdica del lenguaje. La experiencia surrealista, las vanguardias y la nueva teoría de la literatura permitían pensar en la escritura de otro modo que desde la concepción clásica de la “creación literaria surgida por un momento de inspiración”.
A partir del trabajo con “consignas”, un término que ellos inventan, los talleristas empiezan a explorar las posibilidades del lenguaje, sus aspectos novedosos, alejados de los convencionalismos, del imperativo de “escribir literatura” tal como se hacía en los talleres literarios.
Grafein es un taller de escritura, no un taller literario, lo que significa un nuevo modo de entender el trabajo con la escritura. La figura clásica del escritor prestigioso que funciona como modelo a seguir y autoridad propia de los talleres literarios es reemplazada por la del “coordinador”, alguien lo bastante capacitado para motivar, desmontar los mecanismos de producción de un texto y descubrir en él las huellas de eso otro que no es el texto. Alguien capaz de formular propuestas de trabajo y coordinar un grupo de lectura y reflexión.
El taller no tiene como objetivo “escribir bien” o “profundamente”, ni siquiera propone un texto ideal al que imitar. Lo importante es generar una práctica que pueda convertirse en una forma de indagar sobre los mecanismos de la escritura literaria, explorar los procesos, no escribir el “texto perfecto”. Las producciones se discuten, pero no se enjuician.
En el libro de Grafein puede leerse: “Todo texto es inmejorable. Todo el mundo puede escribir literatura”.